miércoles, 21 de noviembre de 2012

VIDA Y MUERTE DE UNA PRACTICA


Oh, gran creador del ser
concédenos una hora más para
realizar nuestro arte
y perfeccionar nuestras vidas

Jim Morrison


Es conocido, hay estadísticas que así lo confirman, que existe entre los artistas, especialmente si son músicos de rock o escritores japoneses, una tendencia mayor que en el resto de profesiones a decidir con las propias manos la fecha de defunción. Entre las causas mayoritarias de estos suicidios siempre se ha mencionado como principal la depresión debida a la inestabilidad emocional inherente al oficio. Menos, aunque no siempre fácil de constatar, se ha aludido a la consideración por parte del artista suicida del hecho de acabar con su propia vida como un hecho artístico más (un hecho extremo, pero al fin un hecho artístico más) sobre el cual tomar todas las decisiones estéticas sobre el día, la hora, el lugar, el procedimiento, etc.

Expongo estas consideraciones iniciales porque llevan implícita de manera límite la idea constitutiva del romanticismo, y desde entonces parte consustancial de la profesión artística, de la fusión entre la vida y el arte, cuya versión actual y devaluada por los mercachifles de turno es la del arte como "estilo de vida". En esa dirección Joseph Beuys, príncipe heredero del romanticismo en la Alemania del post-nazismo, daría un paso más allá de la línea pintada en el siglo XIX, al introducir su concepto ampliado de la estética, con el que quería liberar al arte del ghetto de los museos para que invadiera el cuerpo social, llegando a proponer ver en todo hombre un artista.

Hasta aquí un par de párrafos dictados por el capricho para traer el asunto bicéfalo del arte al servicio de la vida y/o la vida al servicio del arte, que como todos los temas de interés estético tiene su sentido en el propio planteamiento más que en llegar a conclusión alguna. Lo cierto es que la idea del artista-genio renacentista retomada y redondeada por los románticos, dejó impresa con tinta indeleble en la opinión común la idea de que para el arte se nace y con el arte se muere, es decir la fatalidad de la vocación artística: una persona escucha el llamado del arte y se dedica a perfeccionar su obra hasta el fin de sus días, sea o no este fin por decisión propia.

Si pensamos en abstracto en los últimos días de la vida de un artista se nos viene a la mente una persona que trabaja con pasión y convencimiento en la realización de su obra hasta que su corazón al fin se calla. Si pensamos en concreto y nos restringimos a los artistas plásticos, pensamos en el divino Miguel Ángel sacándole chispas a la Pietà Rondanini hasta las últimas horas de su vida con casi 89 años, pensamos en Picasso con 90 años dibujando con ceras su último y calavérico autorretrato uno o dos días antes de morir, pensamos en Van Gogh pintando ese campo de trigos con cuervos tan negros como el cielo poco antes de pegarse un tiro en el pecho a la edad de 37. La práctica artística no conoce jubilaciones, para un artista no cabe otra posibilidad que morir con las botas puestas.

Pero estos pensamientos son la opinión común, la doxa, y de lo que este blog se nutre es de lo que se separa y se opone a la opinión común, es decir la para-doxa, que no equivale a contradicción, tal es sólo lo que la opinión común piensa sobre la paradoja, sino que hace referencia a aquello que florece en las afueras del lugar común.

No soy muy amigo de citar las biografías de los artistas, menos las del panteón artístico occidental (para ensalzar esas vidas por encima de sus obras está la prensa del corazón especializada), porque en cuestiones artísticas sin duda tienen más interés las obras, los hechos artísticos en sí mismos, que no el diámetro del sexo viril o los ovarios de su autor, pero en este caso me resulta inevitable presentar las biografías resumidas de dos artistas famosos.

El primero de ellos se llamaba Jean Nicolas Arthur Rimbaud, un rayo que atronó con su luz las letras francesas del siglo XIX, considerado uno de los más grandes poetas galos de todos los tiempos. Compuso sus primeros poemas con quince años, a los diecisiete enamoró a Paul Verlaine no sólo con sus versos, escribió "Una temporada en el infierno", su libro más famoso, con diecinueve y a los veinte ya había abandonado para siempre la poesía. A partir de ahí, en los 17 años de vida que le quedaban por delante, se dedicó a recorrer media Europa a pie, formó parte del ejército holandés, se instaló una temporada en Yemen, donde tuvo pareja estable, y finalmente se trasladó a Etiopía dedicándose a traficar con armas y café, donde contrajo la enfermedad que lo mataría a los 37 años.

Aseguran que en esta foto el de arriba a la izquierda es Rimbaud en Abisinia

El segundo es Jorge de Oteiza, uno de los escultores españoles más importantes del siglo XX, nacido en 1908 y muerto en 2003. Oteiza comenzó su actividad artística en el País Vasco, de donde era oriundo, influido por el cubismo más primitivista. A los 26 años decidió viajar por Sudamérica. En tierras americanas se dedicó a desarrollar su obra escultórica, sus investigaciones teóricas y su labor docente. A su regreso a España en 1948 ganó el concurso para las esculturas de la fachada de la Basílica de Arántzazu. En 1953 fue seleccionado en el concurso internacional para el Monumento al Prisionero Político Desconocido. En 1954 obtiene junto a Sáenz de Oiza y Luis Romaní el Premio Nacional de Arquitectura por el proyecto para una Capilla en el Camino de Santiago. En 1955, en sintonía con el constructivismo ruso, se vuelca en su Propósito Experimental con el que se presentará en la Bienal de São Paulo de 1957, obteniendo el premio extraordinario de escultura. En 1959, después de ganar y realizar algunos proyectos de monumentos y estando en la cima de su fama, decide abandonar la actividad escultórica al entender que había concluido su trabajo. Los 44 años de vida que le restaban los dedicó al estudio de la lengua vasca, la poesía y la teoría estética.

Oteiza trabajando en una estela para el Camino de Santiago

Seguramente las causas por las cuales estos artistas decidieron acabar con la práctica cuyos resultados los harían célebres no sean homologables, pero sí el hecho de haberlas disociado de la duración de sus vidas. En esto, sus vidas se parecen al arte, en cuanto se oponen decididamente a la opinión común.